José María Barrios de los Ríos nace
en Zacatecas en febrero de 1864, siendo de profesión abogado llega
a La Paz en octubre de 1892 a hacerse cargo del juzgado de 1ra. instancia
durante el gobierno del General Bonifacio Topete. Durante su corta estancia
en Baja California Sur la cual duró de 1892 a 1894, escribe varios
cuentos y relatos relacionados con esta tierra, en el relato “El
País de las Perlas y cuentos californios” hace una detallada descripción
de la vida en La Paz la cual cito textualmente en los párrafos siguientes:
Inicia cita…
“Un paseo matutino por la ciudad es mi primera operación del
día siguiente... Pero ruego a los lectores para quienes sea desconocida
la región en que me encuentro, que no esperen de este libro la narración
de cosas extraordinarias, ni simplemente notables. Cabalmente el atractivo
que tiene para mí el escribirle, es que casi nada hay que decir, sino
la exposición de un viaje en que no he visto nada...
Aquí no hay edificios que describir, ni antigüedades
que desenterrar, ni monumentos que descubrir, ni apenas historia que recordar...
Un territorio inmenso, más grande que Inglaterra y poco menos que la
mitad de España, donde viven, dispersos en villas humildes, en aldehuelas
desoladas y en campos incultos algunos poquísimos miles de almas; montañas
desnudas, playas ardientes y arenosas, desiertos perennemente secos, mares
agitados de procelas y vientos; días de radiosa blancura y noches de
soledad encantadora: esto es todo. Y así, a la buena de Dios, como
quien entra de una ruidosa feria al claustro de un convento de capuchinos,
contaré con la simplicidad misma de las cosas comunes y ordinarias
de la vida, lo que se desliza a mi rededor, abandonando de buen grado lo gigantesco
y maravilloso, a aquellas plumas que para menearse sobre el papel necesitan
estruendos, auroras boreales, erupciones volcánicas; o bien sabias
curiosidades, nebulosos logogrifos y aterradoras historias...
Cogido del brazo de mi cicerone, abogado ilustrado de la
metrópoli, nacido en las playas meridionales de México y huésped
de pocos meses en la península, doblo difícilmente, por la arena
que cubre el piso, la cuestecita que conduce de mi alojamiento a la loma en
que está la plaza...
Porque ha de saberse que La Paz está fundada sobre
dos lomas, que no han recibido el bautismo. Los de la plaza y calles contiguas
llaman al conjunto de casas del lado opuesto, la otra loma; y los de este
rumbo designan a los otros de la misma manera. Es el cuento de aquel buen
hombre quepreguntaba:
-¿Dónde es la acera de enfrente?
-Allá -le respondían indicándosela.
Y luego se iba allá y volvía a preguntar:
-¿Aquí es la acera de enfrente?
-No, allá, tornaban a decirle... Y no se daba modo
de comprender el pobre palurdo.
La Paz resulta para su población de tres mil almas,
una ciudad inmensa, pues ocupa su caserío cosa de cuatro kilómetros
cuadrados. Mi cicerone le llama la ciudad de los paréntesis, porque
del frontis de cada casa sigue un solar; de suerte que las casas son pocas
y se levantan en grandes extensiones de terreno.
En la plaza de Velasco, única del puerto, me siento
en un banco de madera, frente a la iglesia. ¿Pero dónde está
la población? pregunto con deseos de ver gente. Miro a todos lados:
de la iglesia no sale un alma, ni entra ninguna tampoco; los andenes del jardín
están solitarios; de las calles adyacentes nadie desemboca en la plaza,
y a lo lejos, en las aceras de palo, no se oyen pasos de transeúntes.
Desde las siete, que salí del hotel, hasta ahora, las nueve y cuarto,
no he visto un ser viviente: ni un hombre, ni una criada, ni un perro. El
silencio del sepulcro en torno mío: porque tampoco se escucha ruido
ninguno, fuera del lejano y escaso rumor del agua en los bajos de la playa.
Echamos a andar a la ventura por las calles sin nombre, aunque numeradas en
serie ordinal, primera, segunda, etc. Las puertas están cerradas, las
ventanas tienen corridas las persianas o celosías; no se ve nada para
adentro. Atisbo por los cercos de estípites: sólo se percibe
la vida de la población por el humo que sale de las cocinas, por uno
que otro cerdo que gruñe y por gallináceas que pican desperdicios
en las corralizas. He oído tres o cuatro veces cantar los gallos y
ladrar los perros; a mis oídos llega un sonoro mugido, y a poco distingo
el relinchar de caballerías...
Y nada más. Con estas novedades me vuelvo a mi alojamiento.
Hago tranquilamente lo que hacía Cadalso todas las mañanas con
un huevo.
'... pasado por agua, blando y caliente.'
Salgo enseguida a hacer mis visitas y a entregar mis cartas.
Por la tarde verifico otro paseo urbano, y por la noche me encierro, como
todo el mundo, casi antes de concluir el crepúsculo, porque la obscuridad,
los arenales, las calles empinadas y el desconocimiento de esta topografía,
exigen que poco a poco, y por ensayos y tanteos progresivos me vaya separando
de las modalidades que por ahora me impone mi nueva residencia. Así
transcurrió un día, y muchos días; enteramente lo mismo
que en todos los lugares donde no hay coches de sitio, ni tranvías,
ni luz eléctrica, ni días de fiesta...
Las casas de La Paz y las de toda la Península, para
no repetirlo, por lo común de un solo piso, se componen generalmente
de tres partes: el pasadizo con la sala de recibo y los cuartos de dormir,
el corredor, alegre, alto, lleno de luz y bien ventilado, que sirve también
de comedor; y el patio con la cocina, la caballeriza, la zahúrda, el
molino, a veces el huerto y el baño. Sus colores, amarillo en las barandas
de tiras de madera, de un metro de altura, que circundan los patios, azul
o verde claro en los frontis, rosa y blanco en los corredores y rojo en los
tejados, les dan un aspecto alegre, realzado por una limpieza que no se encuentra
en muchos lugares del interior de la república, sin ir más lejos,
en algunos villorrios y poblachos nauseabundos que rodean a México.
Esta cualidad de los californios se advierte no sólo en sus habitaciones,
sino en sus personas y hasta en sus animales. No he visto aquí los
hombres con calzón de manta, mugrosa camisa y sombrero infumable de
la capital, ni las mujeres desgreñadas y haraposas que pululan en la
metrópoli llevando a las espaldas a sus hijos y en la cabeza las cosas
que venden. Los buzos y marineros más humildes portan blusa de lienzo,
camisa planchada de lustre y pantalón de casimir en invierno, y de
una tela llamada mezclilla o lona marina en verano; sus hijos y esposas cubren
las espaldas con un chal de lana o seda, desdeñando el nada elegante
rebozo, calzan sus pies con zapatos de la tienda, abominando la horripilante
chancla, y se visten en cuanto es posible rumbo a la moda, con gracia, si
bien sea pobremente. Aunque las más de ellas ofician de criadas en
las casas grandes, no tienen su dormitorio en el hogar de sus amos, sino en
casa de sus padres o parientes.
Estas humildes familias, que se sostienen de la pesca, de
la marinería fiscal y particular, de la carga y descarga en el muelle
de los servicios domésticos, encierran en sus llanas y modestas residencias
cuantas comodidades pueden adquirirse en proporción equitativa a las
clases más elevadas. Sus casas tienen la misma distribución
y dependencias que las otras, con las salvedades de los techos de palma, los
pilares de horcones y las paredes de madera. Poseen máquinas de Singer
para coser, comen en mesa enmantelada, usan vajilla de losa y cubiertos y
duermen en catres de campaña, de lona, cuerdas o tiras de cuero. Así,
una civilización más adelantada que en los Estados interiores
de la Nación, se nota sin esfuerzo en las familias pobres de esta costa,
donde jamás se ven los repugnantes cuadros de comer en cuclillas, con
los dedos, y acostarse en el suelo pelado, como los cerdos. Viviendo estas
gentes en un plácido confort, prolongan sus días, tienen constantemente
el humor alegre, y se procrean y se multiplican que es un contento: casi todas
las mujeres llegan a parir diez o más hijos; algunas, todavía
buenas mozas, cuentan hasta diez y seis alumbramientos, y no es raro que en
una misma casa habiten rebozando salud y felicidad los bisnietos, los padres,
los abuelos y los bisabuelos.
La longevidad de los ancianos es comunísima: de ciento
cuatro a ciento diez y siete años conocí en la Península
más de veinte ejemplares.
De las antiguas tribus indígenas que poblaron primitivamente
esta gran región, no queda ningún descendiente aborigen: todos
los actuales son criollos, oriundos de españoles en su mayoría,
aunque son numerosísimas las familias de otros pueblos de Europa que
tomaron aquí asiento desde tiempo casi inmemorial. La desaparición
de la raza primitiva se debió primeramente a su escasez y al gran número
de emigrantes de España, y enseguida a la persecución de los
indios que abandonando el suelo nativo se dispersaron por Sinaloa y Sonora.
Este último Estado ha contribuido, desde las sublevaciones de los yaquis,
a un pequeño aumento de población de La Paz, pues diversos grupos
de aquellos indios, huyendo la reyerta y sometidos al Gobierno se han establecido
aquí, donde forman una barriada numerosa, llamada del Esterito, que
cuenta como unas cien familias: Sus jefes se ocupan en el buceo de perlas,
en la pesquería y en tripular buques de cabotaje; y las mujeres y los
niños en servir en las casas como doncellas y pajes. Es de notarse
que esta antigua designación española de los mozos de servicio,
que señalamos con bastardilla, se conserva entre los californios en
uso constante y general.
Uno de los renglones indispensables de la vida en la Península es el molino de viento, no para utilizarle en moliendas de granos, sino
para sacar agua. Siendo ésta muy escasa, pues el municipio no cuenta
con ningún manantial para el surtimiento de la ciudad; y siendo los
salarios muy crecidos, el molino, cuya torre se coloca sobre el pozo, ahorra
el estipendio de un jornalero y el comprar el agua a algún vecino.
La escasez de lluvias y los fuertes calores han hecho de ésta una tierra
muy sedienta, si bien fertilísima; de aquí la necesidad
de regar constantemente las huertas y pequeños plantíos. La
profundidad del agua en el subsuelo varía entre doce y veinticuatro
metros, siendo generalmente delgada y dulcísimo y raro que se halle
a mayor profundidad, aún en los puntos más lejanos de la playa...
La canoa es otro artículo de rigurosa necesidad entre
estas familias: las acomodadas poseen embarcaciones de regular porte, en que
hacen el cabotaje entre los puertos vecinos, o con que allegan a sus almacenes
los víveres de sus marinos o buzos. Para los pobres cuando están
de vagancia, pues no todo el año tienen ocupación en las expediciones
de buceo, la canoa pescadora provee copiosamente sus mesas de mariscos sabrosos,
y vendiendo el resto en el mercado, ayuda a suplir el salario en las periódicas
cesantías. Cuando el jefe de la casa ha partido a una expedición,
no por esto la canoa queda improductiva, pues la utilizan los muchachos yendo
a los esteros y marismas a coger careyes y cahuamas, dos especies de tortuga
abundantísimas en todo el litoral, o bien
se alquila la embarcación a los vecinos...
La parte del solar que no ocupan la cocina, el pozo y los animales,
se destina al cultivo de frutales, hortalizas y flores…”
...Termina
cita.
Esta descripción de Barrios de los Ríos puede
ser aplicable a la región hasta prácticamente finales de la década
de 1950. La transculturación acelerada empieza a principios de la década
de 1960 de tal suerte que, en estos momentos, el sudcaliforniano se encuentra
en una disyuntiva de "adopción" cultural entre la cultura
"tagualila" (la del interior del país) o la
cultura "gringa".
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